‘Lucho Bermúdez, el genio prende la vela’ en diez escenas: música para todos

2022-08-27 02:58:52 By : Mr. James Wang

La música viene a él como un resplandor, como un reguero de semillas estremecidas por el viento, como un susurro de las montañas que entra en su sueño, vibrando y aleteando como un pájaro que se ha escapado de su jaula. La música viene como un aroma, como una nube liviana, volátil y transparente. Como un perfume sacudido por las ramas de un árbol, como el olor a monte de las hojas que doblan las tabaqueras.

La música viene como una palabra perdida en un alfabeto olvidado, como el raro temblor del alfarero que ve volar una mariposa de arcilla fugada de sus manos. La música viene en un parpadeo, en una mirada, en un ademán, en el misterioso encanto de la muchacha indígena que peina sus cabellos negros para que la noche convide a la lluvia a un dulce y largo sueño.

La música viene en la cadencia de la niña negra que baila descalza en la arena del palenque, y en las velas encendidas de las bailadoras de fandango. La música viene en las sombras del café conversado al amanecer y en la inocencia y lealtad de los viejos amigos. Viene como una historia contada a la orilla del mar o al pie de la montaña, al vaivén de la hamaca, la mecedora tallada o la madera fresca que acoge al cuero de la vaca convertido en el espaldar del taburete.

Mucho antes de que a alguien se le ocurriera convertir al pueblo en canción, la música ululaba en el viento, en la garganta de los pájaros. Su solo nombre, que ha variado en el tiempo, ha sido siempre el nombre de una mujer. El nombre que se le ocurrió a Antonio de la Torre y Miranda al fundarla entre junio y agosto de 1776 fue el de Nuestra Señora del Carmen, e impuso ese nombre de la virgen con noventa familias y seiscientas noventa y cuatro almas. Años después, algunos habitantes se quedaron en la zona más baja del territorio a la que llamaron María La Baja, y en su zona alta María La Alta. Todas las aldeas llevaban ese nombre de mujer e invocación de la virgen, sintetizados en Los Montes de María. Al principio, tal como los vieron los españoles, no descubrieron montes sigilosos e impenetrables sino montañas.

Buscarle un nombre al pueblo, fue también una forma de música. El nombre elegido es una sutil paradoja que combinó el nombre de una mujer y una virgen: La virgen del Carmen con el apellido del general de la Independencia: Bolívar; en síntesis: Carmen de Bolívar.

Los dedos del niño Lucho Bermúdez buscaban en los agujeros del papayo los secretos de la música, como una alegría desconocida en la soledad de la noche, como un consuelo en la orfandad. Doblaba entre sus labios el limbo de una hojita de limón, naranja o laurel, y soplaba como si fuera un clarinete. La melodía sonaba como si fuera un minúsculo instrumento de viento. A falta de instrumentos, los niños de las sabanas de Bolívar, Sucre y Córdoba crearon bandas de hojitas para interpretar porros, cumbias y fandangos.

El niño Lucho Bermúdez tenía su colección de hojitas que hacía sonar en el patio de su casa, a su regreso del Instituto Pareja, en donde hizo la primaria. El colegio había sido fundado en 1895 por José Prudencio Torres (1863-1935), un virtuoso de la pedagogía, autor de ocho libros sobre Historia, Geografía, Gramática, Aritmética y Agronomía, según la pesquisa del musicólogo Enrique Luis Muñoz. Allí, el niño Lucho Bermúdez tuvo las más altas calificaciones. El profesor Torres tuvo entre sus discípulos a Clemente Manuel Zabala, el primer maestro de periodismo de García Márquez en Cartagena, y uno de los intelectuales significativos en la formación de Lucho Bermúdez.

El genio musical ya sabía sumar, restar y multiplicar a sus tres años. Aprendió a leer en las cartillas Martilla y Tesoro, de la mano de su tío. Huérfano y solo en una casa arruinada, empezó a afinar su soledad sacándole música a los canutos de papayo que encontraba en los solares vecinos. Eso mismo hacían en las noches de la antigüedad los indígenas malibúes con sus flautas de cañavera agujereada, soplando a través de un cañón de pluma para despertar en la madera una música grave y triste. El tío José María Montes —al que el niño llamaba Papatío—, maravillado por la ansiedad musical del niño, le enseñó a tocar el flautín.

—Este pelao está marcado por la música —dijo viendo como los dedos del niño tocaban los agujeros de una flauta invisible en el aire mientras dormía.

El joven Lucho Bermúdez se quedó esperando el tren que no pasó aquel lunes de diciembre de 1928. Tenía 16 años. Todos los lunes, muy temprano, esperaba en Santa Marta el tren para ir a Aracataca a ver a su abuela Concepción. Esta vez pasó un tren lleno de soldados.

Un sordo rumor detrás del cuartel no lo dejó dormir; una oscura y entrecortada conversación de soldados en medio de la llovizna. El 12 de noviembre cuatro mil trabajadores se habían negado a cortar el banano de la compañía norteamericana United Fruit Company, hasta tanto llegaran a un acuerdo en los nueve puntos de su pliego de peticiones. El presidente, Miguel Abadía Méndez, el mismo que se había maravillado al escuchar un solo de flautín de Lucho Bermúdez hacía dos años, había decretado el estado de sitio en la zona bananera, había declarado cuadrilla de malhechores a los huelguistas, ordenado al general Cortés Vargas que protegiera la seguridad e intereses de la compañía norteamericana, y “disparar sobre la multitud si fuese el caso”. Hasta el cuartel donde estaba Lucho Bermúdez llegó temprano la tensión de la huelga que se iniciaba. La incertidumbre del ambiente afectó el ejercicio habitual de la Banda Militar en el Batallón Córdoba. A veces, mientras tocaba el clarinete, la melodía era perturbada por la resonancia de un disparo en la distancia. Intentó reponerse, pero un silencio seco y sofocante invadió el aire del batallón. Se escuchó el relincho de los caballos, las pisadas de unas botas sobre hojas secas, un sonido metálico que cortó el canto distante de los pájaros. Su corazón estaba alterado.

Era increíble que quienes habían aprobado el ingreso de Lucho Bermúdez al ejército, incluyendo el presidente y su ministro de guerra, Ignacio Rengifo, estuvieran ahora embarcados en semejante pesadilla. Era difícil tocar el clarinete en el infierno que se avecinaba.

Un temblor de ansiedad iluminaba sus pupilas. Los dos se miraron como si siempre se hubieran visto. No se dijeron nada, atravesados por el raro y sigiloso encantamiento de la sorpresa. El brillo del parpadeo de Lucho Bermúdez dejó ver detrás de sus lentes transparentes, ojos achinados y oscuros. Miraba con avidez las partituras que había escrito la noche anterior. Intuía en su mirada profunda y en sus cejas negrísimas y arqueadas un espíritu recio, arriesgado y emprendedor. Algo del temple de su abuelo, el general Benito Martínez, que batalló en las fuerzas liberales en las guerras civiles, latía en su alma. Ella, la hija de Fideligno Díaz y Aura Martínez, empezó a tocar la guitarra a sus ocho años, de la mano de su padre Fideligno Díaz, que era aficionado a los instrumentos de cuerda. Aprendió viéndolo enseñar guitarra a sus alumnos. Estudió piano a sus diez años. Se había criado bajo el susurro de las cuerdas de su padre que la llevaba a cantar los salves y las misas en la iglesia de su pueblo.

Lucho Bermúdez empezó a componer canciones con solo ver a Matilde Díaz. Dormido, Lucho Bermúdez soñaba con sílabas que solo saldrían de los labios de Matilde Díaz.

—Apenas la vi, empezaron a nacer algunas canciones —le contó a Plinio Guzmán.

No solo se la imaginaba interpretando sus nuevos porros, cumbias, fandangos y mapalés, sino cómo su voz haría suyas las canciones. Bajo el frío de Bogotá, sintió nostalgia por su abuela y su tío José María, por los amigos de la banda de El Carmen de Bolívar, por los tíos y las tías que había dejado en Aracataca, por aquel patio perdido de su infancia en donde seguían creciendo los papayos, convertidos en flautas en sus manos. Empezó a nacer un porro que evocaba su tierra natal, como si fuera una mujer de la nostalgia: “Carmen de Bolívar”. Una mujer morena con la fiebre de montañas dentro de sus ojos. Un poema convertido en canción. El paisaje de los Montes de María, vuelto música. Horizonte sinuoso convertido en mujer. Paisaje permeado en cuerpo y espíritu. El poema con nombre de mujer no fue compuesto a una mujer sino a su pueblo.

—Nunca imaginé que esa canción fuera a gustarle a todo el mundo. Que iba a salir del Carmen de Bolívar convertida en himno — dijo Lucho Bermúdez.

Algunos incrédulos quisieron atribuirle la letra a un médico y vecino de Bermúdez, Raúl Nova Sáenz, quien solía ir a la casa del músico retándolo:

—Tú que eres músico, ponle música a este poema.

La composición de más alto vuelo ancestral y de belleza melódica que creó Lucho Bermúdez en Argentina, en 1946, fue la cumbia “Danza negra”, surgida de su evocación en pleno invierno de las cumbias al pie del mar de Cartagena y la nostalgia de su país. La música llegó hasta su espíritu como dos paisajes paralelos que se entrelazaron y se interpelaron: un paisaje natural, el mar, como “un rumor de palmeras”; y el paisaje humano (el negro) que grita “cantando sus amores”. La composición se resolvió en la dualidad de la naturaleza susurrante y el cuerpo que danza y grita. Un acto liberador que encuentra en la música su catarsis espiritual. El dolor encontró consuelo en la rumorosa levedad de las palmeras. Los dos paisajes aunados sintetizaron en la cumbia, la nostalgia del ser y del paisaje natural. La melodía en conjunto semeja la cadencia de los movimientos de la cumbia. Al recordar la gestación de su obra, Lucho Bermúdez dijo que “siempre que le canto a Cartagena, a Marbella y a esta costa. Siempre he mencionado a los negros como un vigilante de nuestros movimientos artísticos y espirituales (…). Al estar ausente de mi patria, me trajo a la memoria las pilanderas, el mar, las gaitas y los tambores. Compuse esta sentida cumbia añorando a mi patria” (Portaccio). En esa indagación sonora de lo africano encontró su puerta de entrada en el mapalé “Prende la vela”, compuesta en Cartagena. La revelación de esta cumbia es la voz del cartagenero Bob Toledo, artista que hacía un año se había venido a vivir a Buenos Aires.

La música tiene la intensidad de aquel aguacero bíblico del 7 de agosto de 1948. El pintor y escultor Jorge Marín Vieco invitó a la orquesta de Lucho Bermúdez, un fin de semana, a la inauguración de su casa finca en una loma de Robledo. Aún no tenía nombre ese refugio artístico de cinco mil metros de extensión. En esa casa blanca sembrada de rosas y anturios se llegaba por un camino empedrado, y era como llegar a un museo de la memoria; pinturas, tallas de vírgenes y santos, cristos forjados en las noches de la Colonia, forjas en bronce, libros, retratos del amanecer del siglo xx y la música de Lucho Bermúdez resonaba para siempre. En esa casa tenía su taller el escultor Marín Vieco, un lugar que se sería un remanso sagrado de peregrinación. El nombre de Lucho Bermúdez salió de los labios del poeta Jorge Artel, confidente de Marín Vieco y anfitrión de grandes viajeros que pasaban por Medellín. A la casa de Marín Vieco trajo Jorge Artel al poeta chileno Pablo Neruda, en 1943, cuenta Jorge Alberto Marín Restrepo, hijo del escultor.

Ernesto Lecuona esperaba a Lucho Bermúdez y a Matilde Díaz en el aeropuerto de La Habana. El encuentro fue un abrazo fervoroso de admiración mutua que sintetizaba más de cien años de música entre Cuba y Colombia. Nunca se habían visto, pero se conocían a través de sus propias composiciones. El ambiente político estaba convulsionado en Cuba. El coronel Fulgencio Batista había dado un golpe de estado contra el presidente Carlos Prío Socarrás. En las calles de La Habana no solo se sabía que había venido Lucho Bermúdez, sino que sonaba “Prende la vela”, en las emisoras. Fue la mejor bienvenida. Lecuona y Lucho Bermúdez, junto a Matilde Díaz, recorrieron el malecón habanero. La vida de los dos tiene ciertas semejanzas. Los dos fueron niños precoces. Lecuona compuso su primera canción a sus once años. Lucho Bermúdez componía a esa edad marchas militares. Él conocía sus porros, cumbias, mapalés y fandangos, y sabía de su deseo de componer guajiras y sones cubanos. Él conocía sus danzones, boleros y sones cubanos. Lecuona soñaba también sentarse algún día a componer una cumbia. Lucho Bermúdez compuso un danzón “A Cuba” en los años treinta, cuya partitura se publicó en la revista Bohemia, pero no había sido grabado, sino interpretado por Antonio María Romeu.

Lucho Bermúdez no pensaba en música regional, sino en un arte que pudiera abarcar y traspasar el país. Lo suyo no era componer para un punto cardinal de Colombia, sino para todos los cuatro puntos cardinales, más allá de las tres cordilleras y los dos océanos, el interior, el llano o la selva. Una melodía que rebasara la noción de fronteras y sonara sin límites en los horizontes impredecibles del mundo. Fue así como surgió “Colombia, tierra querida”, himno, poema y antídoto contra todas las nostalgias y los desarraigos de los colombianos errantes por el planeta. Basta escuchar la canción para que un soplo de universo y paisaje vuelva hasta nosotros, como el bálsamo de un mapa interiorizado, coro de la memoria y del deseo ancestral de preservar un sentimiento colectivo de gratitud, paz, armonía y convivencia. No hay un solo colombiano en el mundo que no se sienta aludido por el clamor de esta canción que se convirtió en uno de los himnos de Colombia, cuya belleza toca y conmueve a quien la escucha por primera vez.

Junto a la tragedia del rapto africano que resuena en los tambores y en los lamentos transmutados en música ceremonial, se juntaron en la música de Lucho Bermúdez una sincronía de tiempos: la melancolía indígena y la perplejidad europea del recién llegado que trajo consigo los rasgos invisibles de la nostalgia árabe, entretejido de arraigos y desarraigos. El ingenio creativo de Bermúdez desarrolló y enriqueció orquestalmente toda la herencia musical con nuevos matices instrumentales, como quien pincela en el lienzo un color más intenso, una luz más vívida, un dorado más resplandeciente. Junto a la gracia de sus solos de clarinete, un delirio tras la plenitud de las formas, emergió el diálogo fluido e inaudito de las trompetas y los clarinetes, un tapiz sonoro, una intensa y rica gama de colores melódicos y rítmicos.

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