Guerra en Ucrania | Un cumpleaños robado por la guerra - El Salto - Edición General

2022-09-03 03:27:33 By : Mr. Jack Dong

Era 23 de febrero de 2022 y, como cada año, Tatiana había dedicado su día libre a preparar tres tartas. Una para su familia, otra para sus amigos y una tercera para sus compañeros de trabajo. Ya estaba todo listo para la celebración de su 47 cumpleaños, así que se fue a la cama con la certeza de que todo saldría según lo previsto, “nada del otro mundo, un cumpleaños normal”.

A la una de la madrugada recibió un mensaje en su móvil que la despertó. Era la primera felicitación de cumpleaños. Tatiana cogió el teléfono para responder y, en ese momento, vio una notificación que informaba de que algunas regiones ucranianas habían sido controladas militarmente por el ejército ruso.

Recordó una conversación que había tenido hace un tiempo con un familiar lejano —militar del ejército ucraniano— que le había alertado sobre la posibilidad de una invasión. Tatiana no quiso creerle en aquel momento y menos ahora. No creía que pudiera pasarle a ella y menos que pudiera pasar el 24 de febrero.

La noticia la tuvo toda la noche en vela, móvil en mano recorriendo las portadas de todos los periódicos nacionales. Las horas pasaban, pero Tatiana seguía sin creérselo, o quizá simplemente negaba, propio al proceso de asimilación de una noticia dolorosa. A las 04:45 escuchó un fuerte estruendo. Quiso creer que era un trueno. Quiso obviar que al estruendo le siguió una alarma aérea.

Finalmente se decidió a llamar al familiar que le había alertado sobre la posibilidad y éste se lo confirmó. Lo que había oído era un ataque aéreo y lo posterior una alarma propia al periodo de guerra.

La ciudad de Tatiana, la cual prefiere mantener off the record por miedo a represalias, fue una de las primeras en sentir la invasión. Se encuentra al sur del país, en la región de Kherson, a unas decenas de kilómetros de Nova Kakhovka, ciudad que, a las diez de la mañana, fue tomada por el ejército ruso. Éste había avanzado desde Chaplynka y en tan solo dos horas habían plantado su bandera en la central eléctrica de la ciudad. La guerra ya había comenzado y su punto más virulento no estaba muy lejos de la protagonista.

Esa mañana Tatiana no tuvo que despertarse, sólo salir de la cama tras una noche sin haber podido conciliar el sueño. Decidió que su cumpleaños no iba a ser arruinado por la invasión —no de momento— así que siguió la idea planeada. Llevó a la gasolinera donde trabajaba como dependienta una de las tres tartas, la que le correspondía a sus compañeros y compañeras. Les dijo que se la repartieran y que la disfrutaran. En la medida de lo posible.

La gasolinera se ubica justo al lado de una estación de autobuses donde, ya a primera hora de la mañana, reinaba el pánico. Los buses partían llenos de gente, excediendo el aforo porque muchas personas se lanzaban a ellos para ir “a cualquier parte lejos de allí”.

Según un estudio de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), más de cuatro millones de personas huyeron de Ucrania en el primer mes de la invasión. Tatiana, sin embargo, se quedó. Vivió los primeros meses de guerra, las explosiones, los sonidos de cohetes atravesando el espacio aéreo de su ciudad, ver desde la ventana de su casa tanques, que éstos le apuntaran con el cañón mientras ella miraba y que hombres con uniforme y bandera del país que les estaba atacando entraran en su domicilio para revisar su documentación. Sufrió la guerra durante cuatro meses, la cual define como “ira”, “dolor” y “llanto”.

“Estaba física y psicológicamente destrozada”, cuenta Tatiana, sentada en un banco situado a la espalda del centro de refugiados en el que se hospeda. “Mi objetivo no era venirme a Wroclaw, ni siquiera a Polonia, sólo quería ir con mi hija pequeña a un lugar más tranquilo”.

La decisión no fue nada fácil de tomar, pero, tras un proceso de negociación, decidió que era lo mejor. Empezó a comunicarle a su entorno que necesitaban irse, tanto su hija como ella, y un compañero de trabajo le propuso una idea.

También se pusieron en contacto con ella unos amigos ucranianos que viven en la ciudad rusa de San Petersburgo, quienes le ofrecieron quedarse gratis en su casa, lo que Tatiana rechazó directamente por su aversión hacia el país vecino.

Cuenta que la televisión rusa está haciendo una propaganda muy efectiva contra los y las ucranianas y las relaciones entre los ciudadanos de ambos países se han vuelto —generalmente— muy tirantes. Ya no se habla con familiares rusos con los que solía tener muy buen trato y la simple idea de pasar un fin de semana allí le horroriza. “Antes me encantaba ir a Moscú y San Petersburgo. Ahora, cuanta más distancia, mejor”.

La lengua materna de Tatiana es el ruso, pero en 2013, a raíz del llamado Euromaidán, empezó a intercalar palabras ucranianas dentro de sus conversaciones. Hoy habla la mezcla de estos dos idiomas, muy común en la población ucraniana de habla rusa, a modo de emanciparse de esta lengua y todas las connotaciones que ella pueda traer consigo.

La propuesta —nada definitiva— de su compañero de trabajo quedó en el aire durante un par de semanas. Ésta consistía en viajar juntos en coche a Wroclaw (Polonia) donde vive la mujer de su compañero y quedarse allí hasta que la situación se estabilizara. Tatiana lo pensó y consensuó con el resto de su familia y, según había acordado con su colega, volvieron a hablar pasados unos días.

Tatiana tuvo miedo de coger fotos y objetos físicos que pudieran llevar al ejército ruso a sus familiares que se quedaban en Ucrania. Sabía que los controles fronterizos para salir de su región eran muy estrictos, así que, aparte de la ropa, sólo cogió un imán que le había regalado su hija mayor a colación del día de la mujer que decía: “Feliz 8M. Para mamá”.

Era mediados de junio cuando emprendieron el viaje. Dado que la única frontera abierta de su región era la sur, con Crimea, y que no tenían otra opción viable para llegar a Polonia, optaron por rodear Ucrania por toda su frontera este, atravesando Rusia, Letonia y Lituania, dibujando, de punto “A” a punto “B”, una suerte de luna creciente en el mapa.

Tatiana agradeció no haber llevado consigo más objetos preciados. Cuenta que en la carretera de salida de su región habían sido levantados dos grandes muros que recorrían toda la vía en paralelo y, cada ciertos metros, se topaban con paredes transversales, a izquierda y derecha alternativamente formando una suerte de zig zag, que evitaban la circulación rápida y facilitaban al ejército realizar registros en los check points.

Los soldados revisaron exhaustivamente todas sus pertenencias, incluido el imán. Documentación, maleta, dispositivos electrónicos; aplicaciones, fotografías, contactos que pudiera haber en los mismos… “Nos hicieron borrar Facebook y todo lo relacionado con Ucrania, su gobierno, o, incluso, las aplicaciones que tenían los colores de la bandera en su logo”.

El viaje duró cinco días. Cinco días que para Tatiana se hicieron eternos, sobre todo a su paso por Rusia. Cuenta que transitar las carreteras del país le causaba una intranquilidad constante que era incapaz de controlar, pero sabía que era un peaje necesario para encontrar la anhelada paz.

Actualmente Tatiana y su hija residen en un centro de acogida temporal para personas ucranianas. Se encuentra en un antiguo colegio de la ciudad de Wroclaw, al suroeste de Polonia, que ha sido acondicionado para ser habitado. En los primeros meses de la guerra llegaron a vivir allí, según estiman trabajadores del centro, 390 personas. En este momento —aunque varía mucho en función de los movimientos migratorios— unas 250, mayoritariamente mujeres y niños.

El ambiente que se respira en él es de una tristeza extrema. Miradas perdidas, caminares lentos y una sensación de desesperanza acuciante. El clima de haber asumido una pérdida y estar muy lejos de la aceptación.

Es difícil encontrar un momento y un lugar del centro en el que no esté sucediendo una llamada y es difícil encontrar una sonrisa a este lado del teléfono. Tatiana no puede llamar a su familia que reside en Ucrania porque necesita tener contratada una compañía telefónica rusa para hacerlo. La única forma que tiene de hablar con ellos es esperar a “que haya suerte” y le puedan llamar.

Hoy ha podido hablar con su hermana, cuenta, esta vez sí, con una ligera sonrisa en la cara. Esta rápidamente se esfuma, porque la llamada ha consistido en mantenerla actualizada sobre el estado de la guerra en su ciudad. Hay pocas novedades, pero cada pequeño cambio, generalmente a peor, le preocupa.

Además de su hermana, tiene más familiares que se han quedado en Ucrania, de hecho, siguen allí la mayoría. Su madre, su hija mediana y su marido se quedaron donde siempre, en la región de Kherson. Su hija mayor, la que le regaló el talismán que enseña con orgullo, sin embargo, pudo huir a Georgia.

Hay preguntas que, por lo obvio de su respuesta, Tatiana contesta con la mirada. Esto sucede cuando hablamos del miedo, un sentimiento que se ha cronificado en ella y le acompaña a todas partes. Solía tomar pastillas para mitigarlo, pero en Polonia no ha podido acudir aún una consulta médica. Suele optar por tumbarse en la cama, taparse la cara con la manta y esperar.

Hace unos días se sentía triste y decidió salir al centro de la ciudad a despejarse. Llegó a una de las catedrales de la misma, gótica del siglo XIV, y se encontró una ceremonia de boda. Se sentó en el banco más lejano al altar, al fondo de la nave central, y, entre lágrimas, observó el evento. Cuando vio que la boda estaba finalizando y que el matrimonio iba a salir de la iglesia, intentando pasar desapercibida, salió del edificio y esperó a unos metros de la puerta para observar desde la lejanía. De repente, sonaron unos fuertes silbidos y, consecutivamente, explosiones que iluminaron el cielo de distintos colores. Eran sonidos celebratorios, pero para Tatiana sonaron a guerra.

Ese día fue la última vez que salió del centro. No solía hacerlo con frecuencia, pero ahora ha reducido al máximo su interacción con la ciudad. Sabe que tiene libertad para ir a cualquier lugar, pero le da miedo salir del antiguo colegio en el que se hospeda. Mientras se rasca la palma de su mano derecha, cuenta que le cuesta conciliar el sueño, que se despierta repentinamente por la noche y que se asusta con cualquier sonido fuerte.

Su salud física, que ya era delicada antes de la guerra, también ha empeorado en los últimos meses. Tiene marcas en sus cuatro extremidades y las rasca nerviosamente cada cierto tiempo, especialmente su mano derecha, la cual tiene heridas visibles que no llegan a cerrarse por la insistencia de la fricción. Tatiana tiene un caminar lento y penduleante, consecuencia de una operación a la que fue sometida hace años, pero su estado físico le preocupa menos que el mental.

—¿Volverás a hacer tres tartas de cumpleaños cada 23 de febrero?

—No. El 24 de febrero ya no es mi cumpleaños, sólo el día en el que empezó la guerra. Me gustaría borrar esa fecha del calendario.

—¿Y cuándo celebrarás tu cumpleaños?

Tatiana suele contestar a todas las preguntas, por duras que parezcan, pero aquellas que conciernen al futuro acaban en silencio. No imagina escenarios ulteriores, sólo recuerda pasados y desea volver a ellos, como si el carrete de fotos se hubiera acabado para siempre.

—Sí, tengo muy a menudo. Me despierto de golpe por la noche y ya no puedo volver a dormir —cuenta mirando su mano derecha.

—Ya no tengo sueños. Solía soñar mucho. En cosas bonitas, en mi fututo, en el futuro de mis hijas… pero el 24 de febrero se acabaron.

—También te han robado los sueños.